Su origen se remonta a la Edad Media, de donde quedan registros de recetas con harina, levadura, huevos, leche y mantequilla. En Francia eran parte de los pasteles de fiestas (aunque, como se sabe, los brioche no son exactamente un pastel, sino que, junto con los productos elaborados con masa de hojaldre, hacen parte de esa fabulosa categoría intermedia llamada viennoiserie), se los ofrecía en bautizos, comuniones y matrimonios.
Con menos pomposidad, ese carácter de ofrenda se mantiene hasta la actualidad: es común que, en Francia, ante una invitación para tomar un té o un aperitivo ligero, el invitado lleve un brioche para acompañar. También tiene una connotada relevancia de carácter popular: es insigne en el desayuno y en el refrigerio de media tarde para los niños. Untado con un poco de mantequilla o de mermelada, su miga esponjosa que se desprende como un algodón de azúcar, y su corteza de un dorado perfecto, hacen de este pan un indispensable del repertorio francés.
René, por supuesto, debía tenerlo en su oferta, y, desde que empezó a prepararlo cuando abrió la tienda de la calle Portugal en 1980, propuso una considerable variedad que tiene un anclaje regional: el parisino, que se lo presenta en un bloque rectangular con un lomo voluminoso y ondulado; el individual, con su cuerpo redondo coronado por una pequeña cabeza (por lo que en francés se lo conoce también como brioche à tête); el trenzado (originario de la región de Vendée, al oeste de Francia) y la corona, proveniente de las regiones del sudoeste.